viernes, 10 de agosto de 2012

Somos hijos de la desesperanza

Nacimos cuando Fukuyama ya había decretado el fin de la historia y el triunfo del capitalismo liberal, fuimos por ello la primera generación que nació en un mundo unipolar.
Se habían acabado las "utopías" del "socialismo real" demostrando que no había alternativas viables al capitalismo, o eso querían que creyera el pueblo. Quedaba prohibido soñar con un sistema alternativo, ya que la sociedad no podía avanzar por otro camino que no fuera el de la economía de mercado.
Se había impuesto un nuevo pensamiento único a nivel global, la fe ciega en el mercado como la solución a todos los problemas, casi todos los sectores sociales la profesaban, incluso la socialdemocracia se quitó la máscara, eso de los derechos sociales no era más que algo anticuado, propio de la guerra fría y no debía ser mantenido ya que los comunistas ahora eran unos nostálgicos de un Antiguo Régimen superado por la historia, unos monstruos sin escrúpulos.

Y así seguimos más de veinte años después. Su pensamiento único sigue vivo, aunque con unas pocas fisuras que no han llegado a amenazar su hegemonía. Estas surgieron sobre todo a raíz de los movimientos "antiglobalización" o "altermundistas" que rechazan la preeminencia de la economía sobre los pueblos y piden la preservación de las culturas frente a los procesos imperialistas que pretenden homogeneizar todas las culturas en nombre del mercado.

Y por eso digo que somos hijos de la desesperanza, porque como sociedad hemos interiorizado la mentira de que es imposible un mundo más justo, de que no puede haber cambios sustanciales en nuestra vida. Acabamos cayendo en la apatía, en el "nada importa", en un nihilismo autodestructivo que nos lleva a, sin quererlo, acabar siendo máquinas sin pensamientos propios, incapaces de sentir más allá de la satisfacción instantánea que supone el consumo de bienes manufacturados, drogas o "amor" de pago.

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